Para mí es siempre una
experiencia gratificante volver a ver una película clásica. Puedo fijarme en
detalles que la primera vez pasaron de largo y disfrutar de nuevo de buen cine.
El Apartamento es una película intemporal y redonda, de las que ya no se hacen. Es curioso que alguna vez la hemos visto colocada en el apartado de comedias, pero nada más lejos. Lo que vamos a ver es la cruda realidad; y ¿ la cruda realidad es cómica? Bueno, digamos que a ratos, si no sería insufrible. La película, como la vida misma, es más bien tragicómica. Cuidado con ella, es material altamente inflamable, amigos.
Nuestro
antihéroe, C.C. Baxter, Buddy para los amigos, (Jack Lemmon) es un
oficinista mediocre, gris e inseguro que se esfuerza cada día como un titán
para caer bien a la gente, sobre todo a sus jefes. Quiere ser reconocido y
ascender en su trabajo. Para ello presta su apartamento a capricho a una
pléyade de jefecillos adúlteros que le prometen a cambio una mejora laboral.
Una organizada agenda, que Buddy se vuelve loco en cuadrar cada mañana,
se encarga de dar las citas y asignar las horas. Lo que Buddy no sabe es
que con el préstamo de su apartamento también está alquilando su alma al
diablo. El resultado del trueque es un mal negocio: la mejora laboral nunca
llega y Buddy vive prácticamente en la calle. Su pequeño apartamento
acaba convertido en una especie de burdel ocupado siempre por alguno de sus
jefes con su respectivo ligue.
Lo
que en principio se nos presenta como extravagante y disparatadamente cómico se
va convirtiendo en una situación incómoda y amarga: una ácida crítica social.
El director nos retrata a un personaje simpático que empatiza fácilmente con el
espectador. Pero también a un individuo ruin que se arrodilla ante la codicia,
el “trepismo”, la soledad, la prostitución y toda suerte de miserias humanas.
Todo a cambio de un reconocimiento laboral. Y al fin llega el premio: un
carguillo de jefe en un despacho en la planta alta.
Aun
así, nuestro antihéroe es capaz de enamorarse de una encantadora chica, la Srta
Fran Kubelik, ascensorista de la empresa que presta su cercanía y sonrisa a
la variada chusma de oficinistas, subiéndoles y bajándoles de piso cada día,
(metafórico a más no poder). “Solía vivir como Robinson Crusoe, naúfrago
entre ocho millones de personas y entonces, un día, vi una huella en la arena y
allí estabas” le dice Buddy a ella. Lo que el cándido Buddy
no sabe todavía es que la simpática Srta Fran, que tiene fama de
puritana, está enamorada del canalla del jefe, con el que mantiene encuentros
en el apartamento de Buddy. Finalmente estos dos infelices se encuentran
para recuperar su dignidad. Era necesario.
Los
protagonistas de esta amarga sátira son perdedores y saben lo triste que es la
vida cuando tú no eres el que lleva el control. El jefe nos lo recuerda:“Lo
que has ganado en dos meses lo puedes perder en un segundo”. Ese es el
mensaje, o vives tu vida o te la viven, o eres un Mensch o tienes la
llave del baño de los jefes (condenado a ser siempre victima de los otros). Tú
eliges.
Billy
Wilder nos deja una obra maestra con un
guión maravilloso y con el final más
conmovedor que se haya visto. Hay escenas que se quedarán grabadas eternamente
en nuestra retina, como la del recién enamorado Buddy colando spaguettis
con una raqueta (improvisación de Lemmon, por cierto) o la de la srta. Fran
Kubelik, preciosa Shirley Maclyne, mirándonos con esos grandes ojos tristes
y esa inocente sonrisa. Y, para siempre, la personalización del mal bicho del
jefe será el sr. Sheldrake (Fred MacMurray), genial en su papel. Como
excelente es el trabajo de los actores secundarios, ese doctor Dreyfuss, ángel
de la guarda que no entiende nada (cree que el pobre Buddy es un donjuan),
pero ayuda y anima a nuestro Buddy cada día.
Buddy
entra en el juego sucio de la sociedad y negocia a pequeña escala con las
múltiples miserias humanas. Pero su situación es débil, y esto hace que el
espectador tienda a justificar su pícaro comportamiento: mera defensa propia
ante los tiburones que le acechan. Por eso, y a pesar de todo, nos parece
humano, demasiado humano y resulta difícil no empatizar con él. Al final se
redime en un acto de gran dignidad que no revelaré para el que no haya visto
aún la película.
Mi
más sincero reconocimiento a Billy Wilder por regalar esta película a todos los
buddys de este mundo, a los que nos esforzamos por salvar el tipo, a los
que tiramos de nuestra existencia día a día, a los que nos rebelamos para no
perder nuestra dignidad; que al fin y al cabo somos casi todos. ¿O no?
Gracias genio.
Gracias genio.










